El zapatero remendón – Cuento azerbaiyano

Érase una vez un sha1 que reinaba en cierto país. Era muy casero y no había salido en toda su vida del palacio. Sin embargo, un día leyó un antiguo libro que decía que, en otros tiempos, los sha solían disfrazarse de derviches2 y salían por sus dominios. Iban por ciudades y aldeas, hablaban con las gentes en bazares y tiendas, y visitaban a los pobres para conocer cómo vivía su pueblo y lo que esperaban de él.

Cuando el sha terminó de leer el libro, llamó al visir3.

—¡Oh, sabio visir —le dijo—, quiero recorrer mis dominios y contemplar lo que ocurre en mis tierras! ¿Qué opinas?

—¡Larga vida a su majestad! —dijo el visir—. Es una idea muy juiciosa y hace mucho tiempo que lo debíais haber hecho, pero…

El sha le interrumpió con impaciencia:

—Visir, ¿qué significa ese «pero»?

El visir, que conocía el carácter del soberano, dijo con prudencia:

—¡Oh, sha, yo os lo diría, pero temo que os enfadéis!

—¡No tengas miedo —le tranquilizó el sha— y saca todo lo que tienes dentro!

El visir comprendió que, de todas formas, el sha no se iba a calmar hasta que no le arrancara su secreto, y le contestó:

—¡Oh, mi soberano, no os enfurezcáis! ¡Permitidme que os diga algo…! Lo que quería decir es que, al viajar, es fácil conocer la miseria y la pobreza, pero no todo el mundo es capaz de resolver estos problemas. Mi deseo, señor, es que no solo conozcáis las penas y las miserias de vuestro pueblo, sino que podáis ayudarlos para que todos os estén agradecidos. Si no, de un viaje en vano no habrá provecho alguno.

—Visir, ya veo que no confías en mi justicia y bondad —le reprochó el sha—, pero espera y verás lo que voy a hacer.

—¡Oh, gran sha! ¡Que sea como decís!

El sha se ofendió por las palabras del visir, pero no quiso perder el tiempo en discutir y castigarlo. Se mudó los ropajes por los de un derviche y se puso en camino. Dio vueltas de acá para allá, solo Dios sabe cuánto tiempo caminó, hasta que llegó a las afueras de la ciudad, donde encontró a un zapatero remendón. El zapatero estaba de muy buen humor y, mientras remendaba los zapatos, cantaba y se reía. El sha le saludó, le dijo que quería descansar y se sentó a su lado. Hablaron de esto y de aquello hasta que, finalmente, el sha le preguntó:

—Hermano, perdona mi curiosidad, pero dime: ¿cuánto ganas?

—Oh, derviche —contestó el artesano—, gracias a tus rezos, todos los días me llega para comprar carne, arroz y aceite, y mi mujer puede prepararme un guiso.

Mientras tenga salud, podré ganarme todos los días el pan.

El sha se quedó todo el día, hasta el atardecer, como huésped del zapatero remendón. Y, en efecto, en el fogón había una caldera con un guiso. El sha se sentó, comió del guiso y bebió té. Durante el camino de vuelta reflexionó sobre las palabras de su anfitrión, y conforme iba pensando se empezó a sentir enfadado. Entonces, decidió: «¡Ya verás, simple zapatero remendón! ¡Me has hablado muy fanfarrón, pero yo te demostraré que, por mucha salud que tengas, la olla se te quedará vacía!».

A la mañana siguiente, cuando apenas se había sentado en su trono, proclamó un edicto anunciando que, desde ese día, en aquel reino estaba prohibido el oficio de remendar zapatos y se colgaría a quien no obedeciera el mandato. El pregonero salió enseguida a las plazas y a las calles para llevar la orden del sha a los oídos de todos los ciudadanos.

Al escuchar la noticia, el zapatero remendón, cogiendo un hacha y una cuerda, se fue al bosque. Reunió un haz de leña y ramas, lo llevó al bazar, lo vendió y con el dinero que ganó compró carne y arroz, y regresó a su casa. Por la tarde, el sha se volvió a vestir de derviche y fue a visitar al zapatero remendón. Entonces vio que en el caldero hervía otra vez el guiso, y se quedó asombrado:

—Hermano, dicen que está prohibido coser zapatos. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Bueno, derviche —se rió el zapatero—, si a un hombre no le asusta el trabajo, no se muere de hambre. Cuando el sha prohibió coser zapatos, me hice leñador, y así el guiso vuelve a hervir en la olla.

Por la mañana, el sha volvió a proclamar un nuevo mandato: «Quien se atreva a cortar leña en el bosque, será castigado severamente». Cuando el zapatero oyó la noticia, cogió una red y se fue a la orilla del mar. Pescó una docena de peces, los vendió en el bazar y así consiguió que, por la noche, volviera a hervir el guiso. El sha volvió a visitarle para averiguar cómo le había ido. Al ver la olla llena, se enfadó, pero, disimulando, dijo:

—Hermano, ¿de dónde sacaste el dinero hoy?

—Al enterarme de que estaba prohibido cortar leña, me fui a pescar —le contestó el zapatero.

El sha pensó para sí: «¡Te juro que conseguiré que no puedas ocuparte en ningún oficio! ¡Veremos entonces si tienes o no tu guiso!».

Al día siguiente, el sha mandó ir a buscar al zapatero remendón. Este se

sorprendió mucho: «¿Para qué me querrá el sha?», pero, de todas formas, fue. Al ver al sha comprendió enseguida que era precisamente aquel derviche. Le saludó respetuosamente y le dijo:

—¡Larga vida tenga su majestad! ¿En qué os puedo servir?

—Hermano, se ve que eres un hombre hábil —le contestó el sha—. Por eso te quiero nombrar verdugo.

—¡Oh, mi señor! ¿Cómo voy a ser verdugo? —se asustó el zapatero.

Le suplicó durante un buen rato que le librara de tal «oficio», pero no consiguió nada: le pusieron el traje de verdugo a la fuerza y le dieron una espada. Después, el sha ordenó a sus sirvientes que lo vigilaran.

El pobre infeliz comprobó que la cosa estaba fea. Él estaba allí encerrado y su familia se quedaría sin comer. Por fin, consiguió escabullirse y salir a la calle. Se fue a ver al herrero, que vivía muy cerca del palacio. Sacó la espada y le dijo:

—¿Has visto qué espada más valiosa tengo? Si quieres, puede ser tuya con una sola condición: quítale la hoja y quédatela. Después, encaja en la empuñadura una hoja de madera y dámela.

—¿Qué es lo que quieres por la hoja?

—Nada en absoluto, lo único que te pido es una cosa. Si la realizas, te daré la hoja a cambio.

—Dime, ¿qué quieres?

—Compra en el bazar una libra de carne, aceite y arroz, y llévalo a mi casa.

Al herrero le pareció bien. Afiló una hoja de madera, la sustituyó por la de acero y se fue al bazar. Compró todo y lo llevó a la casa del zapatero remendón. Por la tarde, cuando el sha se presentó de nuevo en la casa, vio que la olla volvía a estar llena. De vuelta al palacio pensó: «¿Cómo puede ser? ¡El zapatero estaba incomunicado, pero se las ha arreglado para conseguir dinero para su familia! ¡Esto sí que es un misterio!». Por más que le daba vueltas no lo entendía.

Por la mañana, el sha ordenó al nuevo verdugo que realizara una ejecución. El séquito salió a la plaza. Los servidores del sha llevaron a un joven soldado, atado de pies y manos, y lo tiraron de rodillas al cadalso. El pregonero leyó el edicto, que decía que estaba castigado con la pena de muerte porque había pasado con su caballo por las tierras vedadas del sha y las había pisoteado. Al ver al joven, al zapatero remendón se le encogió el corazón de pena. Era un muchacho tan joven que era imposible no sentir piedad por él.

Entonces dijo:

—¡No cometáis una injusticia, oh, sha! ¿Acaso se puede castigar a un hombre por tal cosa?

Pero el soberano le interrumpió:

—¡No digas tonterías y cumple con tu deber!

Entonces, el zapatero empuñó la espada diciendo:

—¡Oh, mi espada, si este joven es culpable, que su cabeza ruede siete metros;

pero si es inocente, que la espada que tengo en la mano se convierta en madera!

Desenvainó la espada, la puso sobre la cabeza del condenado y todos pudieron ver que la hoja era de madera.

—¡Oh, sha! —gritó el zapatero— ¿No ves ahora que el joven es inocente? ¡Mira

la espada, se ha vuelto de madera!

El sha no tuvo otro remedio que poner en libertad al joven. Resultó que este soldado era el hijo de otro sha, y cuando supo la treta que había utilizado el zapatero le dio las gracias calurosamente. Cuando regresó a su tierra y contó todo lo que le había pasado, su padre montó en cólera.

—¡Cómo! —gritó—. ¿Qué malvado sha ha querido cortarle la cabeza a mi hijo?

¿Acaso no sabe que gobierno setenta y siete países, y todos los sha me rinden honores? ¡Invadiré su país y así aprenderá cómo tiene que tratar a mi hijo!

Llamó al jefe de su ejército y le ordenó que destruyera a aquel impertinente vecino. Las tropas se prepararon y emprendieron el camino. Conducidos por el joven hijo del sha recorrieron los valles veloces como el viento, descendieron por las montañas como torrentes para comenzar la batalla contra el reino enemigo. Cuando el malvado sha tuvo noticias de que un ejército enemigo había rodeado la ciudad, se alarmó y envió sus tropas. Comenzaron a tocar los tambores de guerra y las trompetas. Los caballeros se batían en las plazas y las espadas se cruzaban incesantemente. Lucharon durante mucho tiempo, pero no podían vencer a sus contrincantes. Siete días y siete noches duró el combate, hasta que, por fin, el joven príncipe consiguió la victoria. Amenazó con su espada al sha, que cayó de rodillas,

suplicando:

—¡Por favor, no me mates!

—¡Eres injusto, malvado y terrible: un sanguinario —le contestó el príncipe—, y

tienes que recibir tu merecido!

Entonces, mandó que lo encerraran en la prisión. Después se dirigió al Zapatero remendón y le propuso ser sha. Él se lo agradeció, pero rehusó y volvió a su oficio.

Pasaron los años. El zapatero tuvo hijos tan aplicados y trabajadores como él, que se casaron y vivieron felices el resto de su vida.

 

[1]Rey, Soberano de Persia

[2]Especie de monje entre los mahometanos.

[3]Ministro de un soberano musulmán.

Título original: Pinəçi Murad və padşah
Traducido por: Susana Madroñero Ferreiro

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